lunes, 2 de septiembre de 2013

Ayer, al subir al desván, pasé por delante de un espejo y, sin poder evitarlo, me miré. No reconocía ese estúpido reflejo. Pensé que sería la luz, o el polvo, pero no. Vi a una mujer encanecida, de mirada triste, arrugas profundas, hombros caídos y zapatos gastados. Supe que ésa no era yo. Al bajar, los peldaños crujieron. Pese al calor de otoño, temblaba de frío, así que cogí una manta, un libro y un cigarrillo y olvidé mis fantasmas. Al poco tiempo reparé en cómo se consumía el cigarrillo que había dejado olvidado sobre el cenicero y, con un gesto brusco, lo apagué. Fue entonces cuando decidí ir en busca del asesino. Lo encontré bajo las hojas secas y rotas sobre la calle, junto a un anciano que estaba en un lado de un banco, apoyando su mano en un viejo bastón y mirando hacia el otro lado del banco, vacío. Lo vi en sus canas y en el polvo del camino, lo vi en las ruinas, pero no pude atraparlo. Agotada me senté y descubrí lo poco que quedaba de mis zapatos, y vi mis manos recorridas por surcos. Y supe que también estaba allí. Y tanto lo contenía que lo atrapé. Fui capaz de estar frente a él. Y lo vencí. Poco a poco, para que experimentase la milésima parte de lo que yo sufrí, le fui clavando un cuchillo. Sentí una gran liberación y caí de puro éxtasis. Solo al ver mi sangre sobre la noche lo entendí todo. Me convertí en la ceniza que pasó a formar parte de un reloj de arena.