miércoles, 16 de septiembre de 2015

Hoy he soñado que te mataba

 Hoy he soñado que te mataba. Tenía una escopeta entre mis manos (y sabes que detesto las armas) y sabía cómo utilizarla. Estabas de espaldas, tenías el pelo suelto y recogías las conchas de la playa. Te apuntaba fríamente y disparaba. Dos veces. Caías desplomada sobre la arena. Entonces vinieron los remordimientos y la confusión. Aunque fueras neurótica, aunque fueras altiva o indiferente, aunque ni siquiera me vieses cuanto te llamaba a gritos, no merecías ser asesinada. Corrí entonces y te di la vuelta. Una herida brotaba de tu hombro y otra de tu pecho, tu cabeza caía como la de una marioneta desmadejada y tus ojos de niña se habían convertido en escarcha. Lamí la herida de tu brazo hasta que cicatrizó. Tu sangre sabía a metal dormido. Tapé la herida del pecho con mis manos mientras lloraba sobre tus ojos de niña. Clavaste tu mirada en mí, confusa y herida. Tenías los ojos de niña y los labios de muerta, amoratados por un frío que nunca entendemos. La herida del pecho dejó de sangrar y te incorporaste. No dijiste nada. Sólo me miraste y cogiste mi brazo, contemplando todas sus cicatrices. Ambas sabíamos que me las habías hecho tú. Prometo que en los sueños, al contrario que en la vida, todo tiene un sentido. Nos comprendimos y nos levantamos. Tú te alejaste buscando conchas y yo me fui hacia el acantilado, al otro extremo.

Si te cuento todo esto es porque no sé explicarte de otra forma por qué me voy. Estoy cansada de tener heridas que luego curas con esmero de enfermera. Estoy cansada de que me sonrías mientras me envenenas, de compartir sábanas y angustias. Lo siento. Lo siento. De verdad creo que es mejor para las dos, las cicatrices sólo les sirven a los vanidosos y a los estúpidos. Por eso cuando te has despertado no habrás visto nada que me pertenezca. Lo he recogido por la noche tras la pesadilla. Te dejo la nota y el collar de conchas que ambas hicimos en la playa. Lo siento. Volveremos a encontrarnos y, cuando lo hagamos, sabremos que hice bien en marcharme. Me mirarás con tus ojos de niña y tu sonrisa traviesa y me dirás “Menos mal que dejamos de matarnos”. Iremos a la playa y nos daremos cuenta de que la espuma ha borrado nuestras marcas.  

viernes, 14 de noviembre de 2014

Tu voz temblorosa por teléfono me asustó: tenía que encontrarte. Hablabas en susurros, como perseguida por una certeza ineludible: “me voy a perder, me voy a perder, me voy a perder…” Sin embargo, sabía que estarías en casa. Quizá habías bebido demasiado la noche anterior.
Llegué corriendo y pese a mis gritos, no me oías, así que cogí la llave que siempre dejas bajo el felpudo y abrí la puerta. Olía fuertemente a pintura pero todas las ventanas estaban bajadas. Te llamé, pero no respondías.  Parecía que las paredes estaban a medio pintar como si tú, en un momento de ebria lucidez hubieras intentado pintarlas con violentos y blancos brochazos. Pero no habían conseguido cubrir completamente los antiguos colores. Una de 
las paredes no tenía ningún trazo blanco, como si en algún momento de tu determinación te hubieses rendido.  Sobre las estanterías sólo vi objetos nuevos, nada que reflejase que ésa era tu casa, que la que vivía allí eras tú.  ¿Qué habría pasado aquella noche? ¿Dónde estaba aquella figura desgastada que tanto te gustaba? ¿Había sido sustituida por esa masa metálica? ¿Y tus pinceles? ¿Y tus discos? En el salón sólo encontré un maletín y un reloj. Tampoco estabas en el baño. Me sorprendió ver que tenías el espejo completamente tapado. Ya sólo quedaba tu habitación, al fondo. Al encender la luz vi que, al igual que el resto de la casa, había cambiado. El escritorio estaba impecable, sobre él descansaban unos papeles ordenados y sobre las estanterías sólo había polvo. Todo estaría demasiado ordenado si no fuera por aquel montón de sábanas en la esquina. Por un momento, pensé que se movía. Me acerqué y pude escuchar algo: “se ha roto…” Supe que estabas ahí debajo y comencé a quitar capas: sábanas blancas, americanas negras, ropa de colores, pañuelos… y, por fin, tú. Estabas temblando, con la cara sucia, completamente desnuda y con la vieja brújula que te regaló tu abuelo en tus manos. Me miraste como un niño que no entiende cómo se ha podido escapar el globo de entre sus dedos y me dices: “se ha roto…” Te llevo al baño y, cuando voy a destapar el espejo me miras como un animalito asustado. Comienzas a temblar: “No… Tengo miedo…No estoy vestida, ni peinada, ni maquillada aún…aún soy yo.” Cuando lo destapo, atónita, me quedo contemplando el reflejo. Alargas una mano hacia él y, confusa, me tocas.

domingo, 19 de octubre de 2014

Fuiste tú la que pensaste que podríamos salvarnos,
que no todo estaba perdido.
Pero del invierno sólo nos ha quedado el vaho
y un profundo olor a ceniza.

Huele a polvo y a humo en este desván
en el que ya no hay nada que recuerde que una vez fuimos 
más que la huella de unos zapatos sucios y un empañado cristal.
Tu mirada vacía como ese cajón olvidado.

Ese espejo devuelve una imagen que no es la tuya,
no te reconoces en esos ojos polvorientos y tristes,
en esas paredes sólo hay fantasmas de lo que ya no buscas.
Tus manos apretadas dilatando la despedida.

Es difícil pisar el suelo que cruje
y no hallar respuesta en este desconsolado silencio.
La lluvia en la ventana marca un tiempo que no transcurre,
la llave cierra la puerta. Ahora todo es olvido.

Unos zapatos sucios bajan la escalera.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Cuando era pequeña, nunca conseguí acabar una colección. No era por falta de disciplina, sino por un gusto dormido por las cosas inconclusas. Desde pequeña, y aún ahora, mientras la gente conserva sin darse cuenta álbumes completos, logros encerrados, yo me detengo en el espacio del último cromo sin pegar  y contemplo aquel trazo que nunca se hizo. Me gusta escuchar la última nota rasgando el silencio, el cuento que se graba en la memoria y la canción que cala los huesos.
Quizá me venga de mi abuelo. Él me contaba aquellos cuentos que permanecen en mis sueños, me enseñó a contar estrellas y a creer que tras ellas se esconden historias mágicas. O quizá fue sólo por oponerme a mi padre, a sus zapatos pequeños y relucientes, a su pelo engominado,  a su corbata atada al cuello, al maletín con papeles garabateados. Cuando llegaba a casa me regañaba por sentarme en el suelo y se iba a su despacho. Reaparecía para cenar y con la boca llena hablaba de cosas que no entendía. Un día fui a aquel despacho. Supuse que lo interesante estaba en los libros, pero no era así. Cuando llegó mi padre, tras regañarme por llevar la camisa por fuera y mal abotonada se fue al despacho. Cinco minutos después me llamó. Me preguntó si había entrado sin su permiso y yo callé, nunca se me ha dado bien mentir. Él, tomando mi silencio como una afirmación, empezó su reprimenda: era un lugar de trabajo, no de juego, no podía entrar, no debía tocar sus cosas, etc. Yo asentía mirando al suelo y preguntándome cómo podía tener los zapatos tan limpios. No me gustaba aquel lugar, ni siquiera tenía una pequeña ventana.
 Mi madre olía suavizante, y  aunque mi padre me dijese que los cromos eran para niños y que yo tenía que crecer, ella me daba uno cuando mi padre no miraba. Recuerdo a mi madre cantando, la recuerdo haciéndome bailar y jugando conmigo. Un día tuvo un accidente y dejó de trabajar por un tiempo que al final acabó siendo unos años. Yo no comprendí qué pasó entonces, sólo veía que ya no  se reía, que ya imitaba a mi padre, ya no bailaba. Y cuando yo hacía cualquier estupidez y ella me regalaba aquella sonrisa vaga de ojos perdidos, yo era feliz. Mi madre comenzó a difuminarse en el ambiente, palidecía, adelgazaba y tomaba unas pastillas con sus manos nerviosas. Yo buscaba la mirada de mi padre, esperando quizá una solución, pero su mirada estaba en su ordenador, tras la puerta de su despacho, y sólo me topaba con los ojos vidriosos de mi abuelo. Entonces yo dibujaba otros mundos y se los regalaba a mi madre, que me miraba con ternura antes de desvanecerse.
Pero si alguien contribuyó a que yo fuese como soy, ése es mi abuelo. Él me regaló el álbum de animales. Mi primer cromo era el de un ornitorrinco. Nunca lo había visto antes y me quedé fascinada. Lo llevaba conmigo a todas partes y cada vez que alguien hablaba conmigo yo se lo enseñaba, orgullosa.
Cuando crecí, seguí sin entender a mucha gente. Personas que se atan el tiempo a la muñeca para intentar controlarlo, personas que sólo hablan de pasar página, de acabar libros. Hubo un momento en el que pensé que quizás era yo la que estaba equivocada. Y me dejé llevar. Pisé las hojas del otoño en lugar de oírlas caer, en las estrellas sólo vi astros que emitían luz y me compré una bonita agenda.
Y entonces viniste a salvarme. Te conocí en aquel teatro, no pude evitar fijarme en cómo sumergías tu mirada en los gestos de esa vieja actriz, en su sonrisa cansada, y pensé que igual yo no era tan diferente. Tomamos algo y me diste tu teléfono.  Esa misma semana fui a la residencia de mi abuelo y me comentó que me veía diferente y me pidió que volviese a ser como antes, que había un velo en mi mirada, que llevaba demasiado limpios los zapatos. Esa noche reflexioné y cuando fui a apagar una vela que llevaba toda la tarde consumiéndose, comencé a entender.
La mañana siguiente me llamaste y quedamos en el bosque. Me contaste que querías ser actor, que te gustaba leer y que conocías las vidas de cada una de las estrellas. Sé que te inventaste cada una de las historias para impresionarme, pero me sorprendió tu capacidad de improvisar. Yo te conté que intentaba ser escritora de cuentos y me miraste casi con admiración. Y entonces supe que nos entenderíamos, que respetarías el silencio de la última nota, que te reirías a carcajadas y que tú tampoco habrías terminado nunca una colección de pequeño. Después me preguntaste por mi niñez, y yo sólo pude contestarte con respuestas vagas.

Por eso cuando esta mañana he visto aquel cromo tirado en el suelo, el último que me faltaba en la colección, no lo he cogido. Y por esto después, al llegar a casa, he sentido la necesidad de escribirte todo esto. Para que sepas quién soy y para darte las gracias. Puede que ahora pienses que  no estoy  muy bien de la cabeza, pero tengo que decírtelo. Gracias a ti y a mi abuelo aquel día no me perdí y ahora conozco dos historias de cada estrella y puedo mirar mi álbum de cromos de animales, perfectamente incompleto.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Ayer, al subir al desván, pasé por delante de un espejo y, sin poder evitarlo, me miré. No reconocía ese estúpido reflejo. Pensé que sería la luz, o el polvo, pero no. Vi a una mujer encanecida, de mirada triste, arrugas profundas, hombros caídos y zapatos gastados. Supe que ésa no era yo. Al bajar, los peldaños crujieron. Pese al calor de otoño, temblaba de frío, así que cogí una manta, un libro y un cigarrillo y olvidé mis fantasmas. Al poco tiempo reparé en cómo se consumía el cigarrillo que había dejado olvidado sobre el cenicero y, con un gesto brusco, lo apagué. Fue entonces cuando decidí ir en busca del asesino. Lo encontré bajo las hojas secas y rotas sobre la calle, junto a un anciano que estaba en un lado de un banco, apoyando su mano en un viejo bastón y mirando hacia el otro lado del banco, vacío. Lo vi en sus canas y en el polvo del camino, lo vi en las ruinas, pero no pude atraparlo. Agotada me senté y descubrí lo poco que quedaba de mis zapatos, y vi mis manos recorridas por surcos. Y supe que también estaba allí. Y tanto lo contenía que lo atrapé. Fui capaz de estar frente a él. Y lo vencí. Poco a poco, para que experimentase la milésima parte de lo que yo sufrí, le fui clavando un cuchillo. Sentí una gran liberación y caí de puro éxtasis. Solo al ver mi sangre sobre la noche lo entendí todo. Me convertí en la ceniza que pasó a formar parte de un reloj de arena.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Soy tu pecho roto y tu mirada perdida. Soy aquellas cosas que perdiste, y tu cordón desatado. Soy tus gafas empañadas y el estrés de tus zapatos. Soy tus lágrimas dulces y tu sonrisa distraída. Soy tus pensamientos oscuros y el humo de tu ira. Soy tus manos dulces y tus surcos crueles. Soy tu piedad y tu odio. Tus sueños y tus venganzas. Hasta que me descubres y yo me doy cuenta de que envidias a todos esos fantasmas. Te armas de valor y me echas. Ahora sólo soy un eco tras tu puerta.

jueves, 2 de mayo de 2013

Eras luz.

Eras luz. Hasta que te pusieron esa piedra en la mano y te obligaron a romper el cristal. Eras luz. Hasta que aquellos columpios se llenaron de polvo y su vaivén olvidó que eras sólo un niño. Eras luz. Hasta que viste aquella botella de vodka rota sobre el suelo. Eras luz. Hasta que en tu casa sólo escuchabas hablar de aquella crisis. Eras luz. Hasta que viste a tu madre rota llorando en aquella esquina. Eras luz. Hasta que tu madre te descubrió mirándola y en la escarcha de sus ojos te dijo que todo iría bien. Eras luz. Hasta que entendiste que te había mentido. Eras luz. Hasta que comprendiste qué era eso del dinero. Eras luz. Hasta que los parques quedaron vacíos y en el tobogán sólo quedó un eco. En esta oscuridad, a veces se encienden luces frágiles. Cuando suspiramos, parpadean y se apagan. Tú no suspires, pues aún guardas tinieblas en tus ojos.