domingo, 26 de diciembre de 2010

Vacío

Y entonces dejas de respirar. En ti solo existe ese vacío, silencio. Tu cuerpo ajeno a todo sigue funcionando, no sabe que ya está muerto, lo que prolonga tu sufrimiento. Pero, ¿puedes sufrir ahora que no eres nada? Caminas como un autómata, una marioneta que se mueve en función del viento. Y nadie te lo reprocha. No eres el único que se condenó al silencio, a la muerte, a ese vacío que duele si quiera mirar. El sol inconmovible vuelve a salir cada mañana. Hoy te diriges a un lugar al que ya casi perteneces. No te asusta. Estás en casa. Paseas por las lápidas manchadas con el llanto de aquellos que aún pueden lamentarse, por las lápidas solitarias que permanecen olvidadas y aquellas en las que reposan compadecedoras  flores. Se respira la muerte, sí, pero también la tranquilidad. Nadie osa romper el silencio eterno excepto con su dolor. En ese momento ninguna persona está allí. Las cruces se elevan al cielo pidiendo ayuda, quizá, perdón. Con pasos lentos, no desentonas de aquel lugar tan gris. Te sientas sobre una tumba cualquiera, la tumba de alguien que dentro de dos generaciones ya no será recordado, como si nunca hubiera existido. Así, entre dos lápidas, ves algo. Te acercas y descubres que es una flor. La más bonita que nunca antes habías visto. Entonces te comprendes; al igual que entre tanta muerte puede haber vida, en una vida puede esconderse la muerte.

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