Cuando era pequeña, nunca conseguí acabar una colección. No
era por falta de disciplina, sino por un gusto dormido por las cosas
inconclusas. Desde pequeña, y aún ahora, mientras la gente conserva sin darse
cuenta álbumes completos, logros encerrados, yo me detengo en el espacio del
último cromo sin pegar y contemplo aquel
trazo que nunca se hizo. Me gusta escuchar la última nota rasgando el silencio,
el cuento que se graba en la memoria y la canción que cala los huesos.
Quizá me venga de mi abuelo. Él me contaba aquellos cuentos
que permanecen en mis sueños, me enseñó a contar estrellas y a creer que tras
ellas se esconden historias mágicas. O quizá fue sólo por oponerme a mi padre,
a sus zapatos pequeños y relucientes, a su pelo engominado, a su corbata atada al cuello, al maletín con
papeles garabateados. Cuando llegaba a casa me regañaba por sentarme en el
suelo y se iba a su despacho. Reaparecía para cenar y con la boca llena hablaba
de cosas que no entendía. Un día fui a aquel despacho. Supuse que lo
interesante estaba en los libros, pero no era así. Cuando llegó mi padre, tras
regañarme por llevar la camisa por fuera y mal abotonada se fue al despacho.
Cinco minutos después me llamó. Me preguntó si había entrado sin su permiso y
yo callé, nunca se me ha dado bien mentir. Él, tomando mi silencio como una
afirmación, empezó su reprimenda: era un lugar de trabajo, no de juego, no
podía entrar, no debía tocar sus cosas, etc. Yo asentía mirando al suelo y
preguntándome cómo podía tener los zapatos tan limpios. No me gustaba aquel
lugar, ni siquiera tenía una pequeña ventana.
Mi madre olía
suavizante, y aunque mi padre me dijese
que los cromos eran para niños y que yo tenía que crecer, ella me daba uno cuando
mi padre no miraba. Recuerdo a mi madre cantando, la recuerdo haciéndome bailar
y jugando conmigo. Un día tuvo un accidente y dejó de trabajar por un tiempo
que al final acabó siendo unos años. Yo no comprendí qué pasó entonces, sólo
veía que ya no se reía, que ya imitaba a
mi padre, ya no bailaba. Y cuando yo hacía cualquier estupidez y ella me
regalaba aquella sonrisa vaga de ojos perdidos, yo era feliz. Mi madre comenzó
a difuminarse en el ambiente, palidecía, adelgazaba y tomaba unas pastillas con
sus manos nerviosas. Yo buscaba la mirada de mi padre, esperando quizá una
solución, pero su mirada estaba en su ordenador, tras la puerta de su despacho,
y sólo me topaba con los ojos vidriosos de mi abuelo. Entonces yo dibujaba
otros mundos y se los regalaba a mi madre, que me miraba con ternura antes de
desvanecerse.
Pero si alguien contribuyó a que yo fuese como soy, ése es
mi abuelo. Él me regaló el álbum de animales. Mi primer cromo era el de un
ornitorrinco. Nunca lo había visto antes y me quedé fascinada. Lo llevaba
conmigo a todas partes y cada vez que alguien hablaba conmigo yo se lo
enseñaba, orgullosa.
Cuando crecí, seguí sin entender a mucha gente. Personas que
se atan el tiempo a la muñeca para intentar controlarlo, personas que sólo
hablan de pasar página, de acabar libros. Hubo un momento en el que pensé que
quizás era yo la que estaba equivocada. Y me dejé llevar. Pisé las hojas del
otoño en lugar de oírlas caer, en las estrellas sólo vi astros que emitían luz
y me compré una bonita agenda.
Y entonces viniste a salvarme. Te conocí en aquel teatro, no
pude evitar fijarme en cómo sumergías tu mirada en los gestos de esa vieja
actriz, en su sonrisa cansada, y pensé que igual yo no era tan diferente.
Tomamos algo y me diste tu teléfono. Esa
misma semana fui a la residencia de mi abuelo y me comentó que me veía diferente
y me pidió que volviese a ser como antes, que había un velo en mi mirada, que
llevaba demasiado limpios los zapatos. Esa noche reflexioné y cuando fui a
apagar una vela que llevaba toda la tarde consumiéndose, comencé a entender.
La mañana siguiente me llamaste y quedamos en el bosque. Me
contaste que querías ser actor, que te gustaba leer y que conocías las vidas de
cada una de las estrellas. Sé que te inventaste cada una de las historias para
impresionarme, pero me sorprendió tu capacidad de improvisar. Yo te conté que
intentaba ser escritora de cuentos y me miraste casi con admiración. Y entonces
supe que nos entenderíamos, que respetarías el silencio de la última nota, que
te reirías a carcajadas y que tú tampoco habrías terminado nunca una colección
de pequeño. Después me preguntaste por mi niñez, y yo sólo pude contestarte con
respuestas vagas.
Por eso cuando esta mañana he visto aquel cromo tirado en el
suelo, el último que me faltaba en la colección, no lo he cogido. Y por esto
después, al llegar a casa, he sentido la necesidad de escribirte todo esto.
Para que sepas quién soy y para darte las gracias. Puede que ahora pienses que no estoy
muy bien de la cabeza, pero tengo que decírtelo. Gracias a ti y a mi
abuelo aquel día no me perdí y ahora conozco dos historias de cada estrella y
puedo mirar mi álbum de cromos de animales, perfectamente incompleto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario