viernes, 20 de agosto de 2010

Eternidad

Una figura de aspecto etéreo permanecía en mitad de la inmensa sala blanca. Cepillaba su kilométrico cabello, única prueba del paso del tiempo. Su rostro se había quedado congelado en una expresión atemporal, impertérrita que no denotaba ni alegría ni tristeza o impotencia, sólo la resignación de aquél que ya no espera nada, que ya no tiene nada que perder ni, tan siquiera, su vida. Sus ojos, como profundos pozos, habían perdido el brillo de la ilusión, que había sido sustituido por el brillo de aquél que todo lo ha visto. La eternidad es un regalo envuelto en un bonito papel pero, que al abrirlo, se transforma en cadenas que atan tu vida, y, cuando quieres quitarlas, es tarde, no puedes hacer nada más que resignarte ante el destino que tú mismo te has buscado. Bien lo sabía ella, que había visto como su don se transformaba en una condena de la que no podía deshacerse. Al principio la recibió como el mejor regalo que podían entregarle pero, cuando, poco a poco, vio como todos sus seres queridos iban muriendo mientras ella permanecía imperturbable, cada gota de sangre de cada persona amada empañaba su ideal de eternidad. Se convenció de que era algo inevitable con lo que debería vivir, una consecuencia de la elección que ella había efectuado, un daño colateral que, aunque la dolía, aceptaba pensando que merecería la pena. Viajó, formó una familia a la que también tuvo que ver morir. Dicen que no hay mayor dolor para unos padres que sobrevivir a sus hijos, pero ella tenía que soportar ver morir a sus nietos. Volvió a viajar, convencida de que hallaría la felicidad tarde o temprano pero, con los años, comprendió que su juventud e ignorancia la había llevado a cometer el mayor error de su vida. Un error que ya no se podía enmendar. Amó a más personas, tuvo más hijos, pero cada año se hacía más insoportable ver como todo el mundo avanzaba menos ella, parada entre la multitud. Y, perdiendo, poco a poco, sus recuerdos, ¿cómo se llamaban sus padres? No podía recordarlo, había demasiado tiempo de por medio. No podía contabilizar sus intentos de hallar la felicidad en un amor que, al final, no hacía sino añadir dolor a su ya martirizada alma. Todas las familias que había formado, todo el dolor que había sufrido al perderlas, era ya algo difuso en su memoria. Demasiados años. No podía saber ya a qué lugares había escapado para intentar amortiguar su dolor, ya no recordaba el sufrimiento que había experimentado cuando, en esos lugares, conocía a más personas a las que amar sabiendo que morirían todos antes que ella. Con el transcurso de algún que otro siglo decidió que no quería ver más. Había sido testigo de todas las atrocidades cometidas por los hombres que, pese al paso del tiempo y a la creencia de que las personas habían avanzado junto al mundo, se repetían. Ambición, egoísmo, indiferencia, ignorancia, dolor, odio, crueldad, hipocresía, mentiras. Siempre era igual. Era muy duro ver como el mundo poco a poco era destruido por aquellos que decían quererlo, ver cómo estos sentimientos permanecían en el corazón de las personas igual, o con mayor intensidad que hace siglos, porque ahora también hallaban justificación para sus actos. Cierto era que también habían permanecido sentimientos buenos, pero éstos no servían ya para cambiar un mundo dominado por la ambición de los poderosos y su falta de consideración. Cuando descubrió todo esto decidió no ver más, no oír más que aquellos recuerdos que quería conservar y que sabía que si seguía viviendo como antes con el paso de los siglos, olvidaría, se confundirían en su memoria con toda la información que se debía obligada a procesar. Así pues, hizo una pequeña habitación, la pintó completamente de blanco y aguardó a que el Sol fuese tan viejo que se convirtiese en una supernova y explotase, llevándose por delante a la Tierra, o quizá no era necesario esperar tanto y tenía lugar una glaciación antes. De repente constató que no era necesario esperar tanto, los mortales, con su férreo corazón y su poderosa ambición acabarían con La Tierra antes que el propio Sol. Con una sonrisa irónica y rememorando sus pocos recuerdos de tiempos mejores, aguardó una muerte que esperaba que no tardase mucho en producirse. Fuera, el mundo seguía ajeno a la rendición de la eternidad.

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